miércoles, 24 de diciembre de 2008

Sin energías, pero con ideas.

Lo siento mucho amigo estepario, can salvaje de los bosques solitarios. Lobezno, no tengo ganas ni energías para continuar la tan abandonada y pobre fábula que prometí terminar. De momento. Así que, te parece que utilice la estructura del blog para liberar mis dípteros mentales?? Ufff, a ver si consigo algo.
bss y lo siento otra vez

jueves, 22 de mayo de 2008

Capítulo 3. Comienza la Fábula. Lobos



- Ve a comprobar el territorio. Haz marcas y vuelve rápido. - Con un pequeño susurro, seguro, ronco y afilado, la voz de Oslo, el líder, ordena y organiza a la manada en diferentes tareas necesarias para mantener el territorio de caza libre de intrusos.

- Tú, vete con él y vigila que no se despiste, últimamente hace cosas raras- Procura que todas sus disposiciones vayan orientadas con cierto desprecio y una gran carga de estructuración jerárquica.

La lobera se encuentra abrigada y protegida por una gran roca granítica que sobresale en una pendiente, tapizada por melojos viejos, de vigorosa envergadura, y una frondosidad que tutela el camuflaje, ocultándola en el bosque.

Todos los componentes de la manada descansan en el hueco, ampliado por varias generaciones y adecentado con ramas secas. Procuran que los restos de alimento, huesos y desperdicios de caza, se dispongan en las cercanías sin que su olor y putrefacción afecte la higiene de la cuadrilla.

La lobera es un lugar de encuentro, de reunión, de aproximaciones y fortalecimiento de lazos sociales. Pero también es el lugar donde se libra el combate permanente por el liderazgo del grupo. Las hembras siempre se reproducen con el líder del momento, lo que asegura una prole con mayor posibilidad de éxito, fuerza y adaptación. Las partidas de caza son dirigidas por los más astutos y sólidos, y depende la cantidad de alimento que se ingiera de la posición en el escalafón. Así son los lobos: eficaces, prácticos, violentos... sociales.

Esta noche toca el turno de custodia a Lorber, un lobo que entra en la adultez con unas conductas independientes, atípicas para su edad. Sus congéneres a esas alturas suelen centrar los esfuerzos en progresar dentro de la manada, procurando competir en todo momento con tenacidad.

Lorber no ha querido entrar en la dinámica grupal. No permite que otros lobos de su generación le utilicen para tales fines, cualquier enfrentamiento lo resuelve con contundencia, ayudado por su gran corpulencia y decisión. Pero tampoco busca destacar y conseguir el avance de puestos que le podría llevar a liderar la manada.

Le acompaña Torcus, de la misma edad, débil pero mezquino, lo que le ha procurado ser un integrante de confianza de Oslo, que lo usa para sus propósitos más miserables.

- ¿Hoy también vas a aventurarte en el territorio prohibido, Lorber? - Le pregunta mientras se alejan de la lobera para empezar la ronda. Sorna en su tono.

Una de las noches anteriores, cuando Oslo mandó a Lorber vigilar los alrededores, éste decidió recorrer mucho más espacio, adentrándose más allá de la zona controlada, lo que causó la ira del jefe, sin que se atreviera a imponer un castigo físico, pues Lorber procura mantenerse erguido, sin desafío pero sin sumisión, algo que desquicia y desconcierta a Oslo, incapaz de comprender la desobediencia de su lacayo.

- No, pero si me apeteciera lo volvería a hacer, eso y cualquier otra cosa que se me antojara - Responde sin mirar a su compañero.

- ¿O es que piensas de verdad informar de mis movimientos?- dice mientras, ahora sí, se para y vuelve su mirada hiriente hacia Torcus, que instintivamente agacha la cabeza y baja con timidez el rabo.

Lorber realizará hoy su tarea. Con hastío y desgana. No encuentra conveniente volver a llamar la atención con alguna de sus aventuras clandestinas. Tampoco permitirá a Torcus alterar su tranquilidad con socarronerías altaneras.

Desde que sobrepasó la juventud, la estructura social de su grupo, la composición jerárquica y la lucha por el poder, le han resultado inapropiadas para su especie, mucho más inteligente y capacitada para la vida en el bosque que el resto de los animales, mucho más aprovechable para otros fines, que no sean las batallas entre ellos mismos, o con otros clanes. Por eso procura demostrar su rechazo siempre que tiene oportunidad, y se mantiene alejado del engranaje tedioso de su sociedad violenta, competitiva, destructiva.

- El lobo Lorber es el más listo. Se cree mejor que todos. El lobo Lorber no quiere participar en la manada pero sí comer de sus cacerías y protegerse de los otros clanes en nuestras numerosas mandíbulas. El lobo Lor...-

- El lobo Lorber quiere hacer su tarea en silencio, sin tener que abrir la boca para hablar, o usar sus dientes para otros menesteres- interrumpe con frialdad las guasas del sarcástico Torcus, incansable en su conducta miserable.

Siguen durante horas las sendas, marcando con su orina los puntos más elevados, para que el viento distribuya bien el olor. Levantan la trufa del hocico y examinan el ambiente en busca de posibles individuos de otras manadas.

Saben que otros compañeros están destinados en tareas más productivas y de mayor status: cuidar de las hembras y sus cachorros, buscar pequeñas presas nocturnas, o simplemente descansar.

Lorber sólo quiere terminar pronto, deshacerse de la compañía de Torcus y volver a su rincón de la lobera, una piedra en el interior del gran hueco donde descansa sin ser molestado. Ya le queda poco, un pequeño bosque de rivera junto a uno de los arroyos de avituallamiento en los días de cacería, y podrá regresar.

- Venga, volvamos, ya está todo comprobado - Se oye decir con autoridad a Torcus.

- Grrrrrr, no, espera, quiero beber en el arroyo y hacer una última revisión por la orilla - Contesta Lorber contundente. Le parece inapropiado dejar que decida la alimaña de Torcus cuando terminar. Comprueba como su réplica hace mella. A Torcus se le descompone el gesto.

Llegan a las proximidades de la cueva mientras está amaneciendo, lo revelan la tenue luz que aparece, y el cantar de algunos pajarillos que emprenden su jornada diurna.

Un grupo de cachorros espigados les saludan con alegría. Lorber les atiende fugazmente mientras Torcus juega con ellos ensayando los enfrentamientos adultos, camuflando el deseo de sentirse el más fuerte.

En la entrada de la guarida, el grupo de caza de esa noche mantiene una conversación acerca de la presa que han capturado, y del éxito conseguido. Cuando ven acercarse a Lorber, y ante la cercanía de unas hembras que descansan, aumentan la excitación y exageran los avatares de la cacería, aunque rápido se retractan de las posturas arrogantes ante la seriedad y la altiveza innata de Lorber, a la vez que comprueban como muchas de las hembras desvían la atención a su caminar seguro y decidido.

Hoy no ha comido. Rechaza la intención de acercarse a los restos de jabalí que disfrutan Oslo y los suyos, no quiere dar la oportunidad de ser despreciado, y prefiere no entrar en los conflictos diarios por el alimento.

Ya comerá más tarde, cuando le incluyan en la siguiente captura. Sabe que es irremediable que cuenten con él. Es de los mejores recorriendo grandes distancias, insuperable en las persecuciones y muy valiente en el enfrentamiento con presas difíciles. También aprovecha sus paseos solitarios para recolectar frutos, bayas, y atrapar algún pequeño roedor, siempre deliciosos.

Ahora, de momento, toca descansar en su pequeño refugio, lejos de la actividad social de la manada.

Cada día tiene más claro que en algún momento tomará la decisión que tanto tiempo lleva fraguando.

Quizá sea mañana.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Capítulo 2


La bomba envía el líquido inflamable por un estrecho conducto hasta los inyectores, que a presión introducen en el cilindro una mezcla calculada con aire. Una minúscula chispa hace encender el conjunto y provoca la explosión, cuyos gases sobrantes salen, casi al instante, por la evacuación de humos: el vehículo ha arrancado.

El ruido artificial producido por el todoterreno del vigilante forestal, en un camino del bosque, hace que la numerosa bandada de jilgueros, al unísono, salga volando del pastizal, donde tranquilos, pero siempre pendientes, estaban alimentándose con semillas y pequeños invertebrados. Su movimiento coreográfico pincela el rodal de cultivo con tonos cromáticos variados: rojizos, amarillentos, verdosos. Una coloración sorprendente que se aliña con deliciosa musicalidad de los diferentes cantos, como si una orquesta de viento se tratara. Todos siguen a un líder, al encargado de dar el primer tono de alarma y el vuelo rápido para escapar de ella. El mismo responsable que, una vez pasado el peligro, mueve de nuevo a sus congéneres hacia el suelo, al pastizal, para continuar con la búsqueda del sustento. Más color y música, que desaparecen cuando todos los miembros de la bandada se posan y se hacen invisibles bajo los restos de cosecha.

Es un juego que la adaptación de los jilgueros y su organización en sociedad han moldeado con tanta precisión que les ayuda a escapar de sus captores y depredadores. Cualquier ruido que perturbe su tranquilad les hace volar. Cualquier alteración no reconocida les activa a escapar. No hay mamífero, o gran rapaz, o humano que no puedan percibir. Su número les hace más eficaces, y sus alarmas y variados cantos, casi inalcanzables.

Pero están siendo observados. Muy de cerca. Y no lo han notado, ni el líder, ni ninguno de sus miembros, ni siquiera el pequeño jilguero que más próximo está.

En el mojón que delimita el terreno de cosecha con el resto del bosque, entre los pedregales, crece y se alza un majuelo, con sus pequeños y deliciosos frutos protegidos por púas afiladas. En lo alto, en una pequeña rama, con el sol crepuscular todavía vivo y cegador a su espalda, un pequeño pájaro se pone a cantar. Emite los sonidos del jilguero, pero no es un jilguero. Imita sus movimientos, pero no es uno de ellos. Tiene su mismo tamaño, se comporta igual, pero no escapa ni huye con los ruidos del motor, ni se inmuta con la presencia de otros animales. Porque él no huye, ni escapa. Él es un depredador. Está al acecho. Observa, imita, pasa desapercibido para los jilgueros, les tranquiliza y hechiza, les analiza y calcula... es un alcaudón.

La pequeña ave tiene entre sus posaderos el majuelo cercano al pastizal porque sabe que siempre pasa alguna bandada para alimentarse. No es ninguna amenaza aparente. Su tamaño es insignificante comparado con los aguiluchos, su presencia es inapreciable equiparado con los cernícalos. Y es tan inteligente como cualquier mamífero. Conoce las conductas esquivas de la bandada que hoy ocupa parte de su territorio. Por eso, en el momento más oportuno, cuando algunos de sus individuos comienzan a acercarse, empieza su interpretación. Imita el canto procurando no alterar la tranquilidad de la bandada, y espera. En sus genes, la información necesaria para convertirse en un depredador innato. En su sangre, la valentía del luchador. En su pequeño cuerpo, lar armas necesarias.

Canta. Ya se acercan, con pequeños saltitos, un par de jilgueros.

El engaño ha terminado, empieza la captura.

El alcaudón sabe que en su contra tiene la rapidez de evasión de sus víctimas. Ya ha procurado tranquilizarlos. Sabe que no está a favor su tamaño, un poco mayor que el jilguero. Ya tiene preparado su pico, inútil para seleccionar pequeñas semillas, pero ganchudo y dimensionado para usar como estilete. Las plumas que rodean sus ojos son negras, dibujan un antifaz que esconde la dirección de su mirada, como un pequeño ladrón del bosque. Ahora sólo mira, concentrado, a un jilguero confiado, cercano… delicioso.

Estamos viendo el precioso atardecer de la campiña, que sombrea el entorno y nos produce ese aroma de ausencia que emana el momento crepuscular. No muy lejos de nosotros, al final de un campo de cultivo ya segado, vemos aparecer como un regalo para la vista y el oído, una gran bandada de jilgueros, que echa a volar despavorida posándose en un gran roble cercano, bañado por la luz ardorosa del declive solar. Respiramos y seguimos nuestro camino. No podemos saberlo, pero uno de los jilgueros no ha levantado el vuelo. No ha podido… está luchando por su vida.

De nuevo en el majuelo, todavía la bandada sigue recolectando en el suelo. Habíamos dejado al alcaudón pendiente de un jilguero despistado y demasiado centrado en su alimento. Ya se ha decidido y comienza su ataque. Sin desplegar las alas se lanza aerodinámico hacia su presa. Sus pequeñas patitas no tienen las garras necesarias para apresar, así que las resguarda en la caída. Con rapidez, sin dar tiempo al jilguero para que salga volando ante la evidencia de peligro, cae sobre su costado y le asesta un primer golpe de pico en el ala. Crujir de huesecitos. Ahora sus patas sí han servido para amortiguar la caída, pero debe actuar con ímpetu, ha conseguido debilitar a su oponente para cortar la retirada, pero sigue vivo delante de él, y comienza a emitir chillidos estridentes y movimientos acelerados, con el pico abierto, también de considerable tamaño y afilada punta. Otro ataque ágil, picotazo y retirada, sin desplegar las valiosas alas, no sean dañadas. Justo en la cabeza. El jilguero comienza a sangrar, se aturde y ya no emite sonidos correosos, pero sigue moviéndose e intenta huir con dos saltitos, cojeando, que le alejan de su sorprendente adversario. El alcaudón deja hacer, se agacha y observa como su debilitada víctima se retira unos palmos. Vemos un pequeño destello en su mirada, como si riera. Se prepara para el golpe de gracia. Salta y ahora sí, abre las alas para alcanzar una pequeña altura y caer con aplomo sobre el jilguero para pinzar su cuello con el gancho del pico, y ya no soltar, sólo esperar, a que los débiles movimientos desaparezcan, a que ya no emita sonido. Sólo esperar, a que muera.

La captura ha terminado. Pero no empieza a devorar.

Cuando la víctima yace inerte ante el Alcaudón, no comienza a comerla. Observa y mira a su alrededor con calma. Echa un vistazo al majuelo, a sus ramas más próximas del suelo, seleccionando una, la más adecuada a sus fines. Vuelve a enganchar al jilguero, se lo coloca con firmeza en el pico, y con un par de fuertes batidas de sus alas, consigue llevarlo hasta la ramita elegida, una cercana, pero bien armada de púas… Y entonces, sí que vemos violencia, sí que podemos apreciar los múltiples recursos del pequeño cazador, sí que nos sorprende aún después de verle acechar, cazar y matar. Dirige con rápidos movimientos el cuerpecito del jilguero a la más afilada de las púas del majuelo, hasta que consigue, con esfuerzo pero eficacia, insertar la cabeza en la espina leñosa. Deja soltar el cadáver, descansa, se limpia el pico en la rama, mira alrededor, y vuelve su atención de nuevo a la presa. Dos picotazos fuertes, golpeando, y la púa atraviesa de lado a lado la cabeza del jilguero. Imagen sangrienta, cruel.

Ahora empieza a devorar, despacio.

La bandada decide, siempre simultánea y después de llenar el buche con nutritivas semillas, buscar la copa de algún árbol solemne que les permita pasar la noche seguros. Su siempre colorido conjunto pasa por encima del pastizal donde han podido abastecerse. Con la cabeza en alto, el Alcaudón les observa. Todavía tiene restos de carne y pequeñas plumas a los lados de su pico. Se frota con la ramita de su involuntario cómplice, el majuelo. Termina de acicalarse las alas y la cola, y sin mirar atrás, emprende el vuelo a su lugar de descanso, también elevado, en lo alto de un castaño longevo. Allí, resguardado del frío, lo dejamos.

Comienza la noche. Los animales nocturnos se desperezan. Depredadores y presas comienzan el juego de la vida y la muerte. Ulular de un búho, sigiloso caminar de un gato montés, olfateo constante del zorro, escurridiza carrera de un ratón de campo, pendiente paseo del lirón. Todos se preparan para comer, y para no ser devorados. Todos menos dos: un alcaudón duerme colmado; un jilguero con el pico abierto, y una espina atravesando su cabeza, descansa, inerte, sin cuerpo por debajo del cuello…

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Capítulo 1. Lobo.

Capítulo 1. La bruma espesa abraza la dehesa, humedecida por las gotas del rocío del bosque.

Pocos sonidos: un lejano cantar de herrerillo, preparado para calentar sus alitas y comenzar el día; un pequeño acuífero que apenas fluye, gotea; nada de viento.
Una mata de retama se dobla por el trepar de un pequeño roedor, buscador de alimento.
Desde la altitud del valle, tras la tupida chopera, la densidad brumosa es atravesada por un ruido que se aproxima. Son cascos de animal, veloces que se acercan y distinguen ya con claridad.
De un acelerado salto, un ciervo macho, de poderosa cornamenta y fibroso cuerpo, se hace visible apareciendo de la neblina, quebrándola con su fugaz paso y alejándose hacia oriente, hacia el inminente amanecer.
No está solo.
Le siguen otras respiraciones, un poco atrasadas e igual de intensas. Ya vienen. No se ven todavía pero se acercan rápidas.
De nuevo la bruma es perturbada y se deshace con el paso de uno, dos hasta siete relámpagos que como destellos rabiosos y controlada respiración persiguen al ciervo.
La cacería ha comenzado. Son lobos.
Salimos del terreno adehesado a campo abierto, medio iluminado por la tenue claridad del amanecer.


Una enorme pradera ascendente llega hasta un denso pinar. Nos permite comprobar la pequeña ventaja de la que disfruta el ciervo, que exhala vaho y toma aire con todo el ímpetu del perseguido, del que escapa, del huidizo.
Su salvación es esa: huir. Adentrarse en el pinar, llegar hasta él. Ya casi está, sólo unos metros.


Detrás, la manada hasta ahora silenciosa y compacta, se despliega a lo ancho de la pradera y comienza a acelerar el ritmo por los flancos. En el centro, continúan dos lobos que empiezan a gruñir, quieren que su rabia llegue hasta la percepción del ciervo, que la oiga y que acelere hasta límites extenuantes.
Pero parece que finalmente el ciervo llegará al pinar, protector y única esperanza. Un pequeño salto para salvar los helechos de la linde, y entrará en lugar seguro. Patas traseras tensas, clavadas en la hierba y preparadas para impulsar con fuerza...


- un último gruñido llega de ambos lados paralelos al gran macho: los lobos replegados a los lados han llegado a su altura, aunque a cierta distancia-


... patas delanteras en alto, ya calibrada la altura para sobrepasar los helechos… y justo antes de la explosión del movimiento, en el preciso momento antes de combinar sus esfuerzos para el salto, los ojos del ciervo se abren angustiados y deja escapar un bramido, desesperante, aterrador.


Delante de él, agazapado en los helechos, un lobo.


Toda la energía del ciervo se frena de golpe y se orienta, siguiendo el límite externo del pinar, hacia un lado. Imposible, ya se acerca uno de los lobos que acechaba. Un chasquido de mandíbulas, del lobo que esperaba entre los helechos, aviva el miedo en el ciervo como una llama en pasto seco. Un quiebro instantáneo hace voltear su cuerpo en otra dirección. Más lobos, ahora bien cerca y aproximándose con lentitud, con cautela, la cabeza baja, los dientes mostrados con un terrible gruñido, la mirada tornada y asesina.
La persecución ha terminado.


La estrategia de la manada funciona. Ha permitido cercar al ciervo macho por todas las direcciones y en campo abierto. Ocho lobos con el cuerpo tenso y agachado van reduciendo cada vez más el radio de acoso, van limitando la parcela de vida.
El ciervo sabe que ahora tiene sus posibilidades hiriendo al lobo que le cierra el paso al bosque de pinos. Dispone de armas, tiene capacidad para defenderse, sus recursos están bien a la vista: una cornamenta endurecida y unas pezuñas afiladas, fuerza e instinto de supervivencia. En contra, el mayor número de lobos, su ansia de comer y la inteligencia del grupo.


Comienza la batalla.

Ahí va, cabeza baja, también brama con rabia, por qué no. Los cuernos orientados hacia el cuerpo de su oponente, el lomo preparado para asestar el golpe. El lobo lo espera, ojos fijos, boca entreabierta. El arco que ha generado la cornada del ciervo no encuentra su objetivo por escasos centímetros, lo que aumenta su desesperación y hace que lo vuelva a intentar, pues el lobo sigue delante, un poco atrasado pero comprometiendo una nueva embestida con su presencia y cercanía. Otra cornada. Otro fallo. El lobo se asegura de esquivar el golpe en el preciso instante y continúa retando, sigue a golpe de cuerno.


Antes del tercer intento, las esperanzas del ciervo se merman con una dentellada dolorosa y de fuerte presión en sus cuartos traseros. Mientras intenta herir a un sólo lobo, uno de ellos aprovecha la coyuntura para acercarse con premura y morder al ciervo en su zona más débil y menos defendible.
Eso creía, al menos.


El daño provocado actúa sobre el ciervo como un estímulo de cólera. Suelta dos coces rabiosas que aciertan con precisión en el abdomen del lobo, que instintivamente suelta su presa y cae desequilibrado. Sin que pueda recuperar la compostura, el ciervo se revuelve decidido y cornea a su enemigo insertando las afiladas puntas de sus astas en el costado del lobo. Deja escapar un aullido de dolor.


Dos de los compañeros de caza del lobo afectado frenan sus actitudes y retroceden asustados. El resto duda unos instantes.


El ciervo disfruta de unos momentos libres de presión. Intenta comenzar de nuevo la huída por la pradera. Se le da mejor correr que pelear.


Pero está marcado. Lleva un mordisco sangrante en las patas traseras, y el olor que desprende es insoportable para el hambre de sus adversarios.


Antes incluso de salvar el cerco de muerte al que era sometido, el ciervo vuelve a sentir la punzada de los dientes clavados en su carne. El lobo que esperaba escondido, con mucha más frescura física que sus compinches, y mayor decisión, ha saltado al cuello de su oponente, agarrando con fuerza. El ciervo se sacude este nuevo peso, intentado desprenderse.
Es demasiado tarde, todos los componentes del grupo de caza se abalanzan a diferentes extremidades para doblegar el cuerpo del ciervo y hacerlo caer.


Todo ha terminado.
De nuevo en la dehesa, otra vez protegidos por la bruma y la calma, nos llega de la pradera un aullido, prolongado, tenebroso. Es un aullido de victoria.