sábado, 22 de diciembre de 2007

Capítulo 2


La bomba envía el líquido inflamable por un estrecho conducto hasta los inyectores, que a presión introducen en el cilindro una mezcla calculada con aire. Una minúscula chispa hace encender el conjunto y provoca la explosión, cuyos gases sobrantes salen, casi al instante, por la evacuación de humos: el vehículo ha arrancado.

El ruido artificial producido por el todoterreno del vigilante forestal, en un camino del bosque, hace que la numerosa bandada de jilgueros, al unísono, salga volando del pastizal, donde tranquilos, pero siempre pendientes, estaban alimentándose con semillas y pequeños invertebrados. Su movimiento coreográfico pincela el rodal de cultivo con tonos cromáticos variados: rojizos, amarillentos, verdosos. Una coloración sorprendente que se aliña con deliciosa musicalidad de los diferentes cantos, como si una orquesta de viento se tratara. Todos siguen a un líder, al encargado de dar el primer tono de alarma y el vuelo rápido para escapar de ella. El mismo responsable que, una vez pasado el peligro, mueve de nuevo a sus congéneres hacia el suelo, al pastizal, para continuar con la búsqueda del sustento. Más color y música, que desaparecen cuando todos los miembros de la bandada se posan y se hacen invisibles bajo los restos de cosecha.

Es un juego que la adaptación de los jilgueros y su organización en sociedad han moldeado con tanta precisión que les ayuda a escapar de sus captores y depredadores. Cualquier ruido que perturbe su tranquilad les hace volar. Cualquier alteración no reconocida les activa a escapar. No hay mamífero, o gran rapaz, o humano que no puedan percibir. Su número les hace más eficaces, y sus alarmas y variados cantos, casi inalcanzables.

Pero están siendo observados. Muy de cerca. Y no lo han notado, ni el líder, ni ninguno de sus miembros, ni siquiera el pequeño jilguero que más próximo está.

En el mojón que delimita el terreno de cosecha con el resto del bosque, entre los pedregales, crece y se alza un majuelo, con sus pequeños y deliciosos frutos protegidos por púas afiladas. En lo alto, en una pequeña rama, con el sol crepuscular todavía vivo y cegador a su espalda, un pequeño pájaro se pone a cantar. Emite los sonidos del jilguero, pero no es un jilguero. Imita sus movimientos, pero no es uno de ellos. Tiene su mismo tamaño, se comporta igual, pero no escapa ni huye con los ruidos del motor, ni se inmuta con la presencia de otros animales. Porque él no huye, ni escapa. Él es un depredador. Está al acecho. Observa, imita, pasa desapercibido para los jilgueros, les tranquiliza y hechiza, les analiza y calcula... es un alcaudón.

La pequeña ave tiene entre sus posaderos el majuelo cercano al pastizal porque sabe que siempre pasa alguna bandada para alimentarse. No es ninguna amenaza aparente. Su tamaño es insignificante comparado con los aguiluchos, su presencia es inapreciable equiparado con los cernícalos. Y es tan inteligente como cualquier mamífero. Conoce las conductas esquivas de la bandada que hoy ocupa parte de su territorio. Por eso, en el momento más oportuno, cuando algunos de sus individuos comienzan a acercarse, empieza su interpretación. Imita el canto procurando no alterar la tranquilidad de la bandada, y espera. En sus genes, la información necesaria para convertirse en un depredador innato. En su sangre, la valentía del luchador. En su pequeño cuerpo, lar armas necesarias.

Canta. Ya se acercan, con pequeños saltitos, un par de jilgueros.

El engaño ha terminado, empieza la captura.

El alcaudón sabe que en su contra tiene la rapidez de evasión de sus víctimas. Ya ha procurado tranquilizarlos. Sabe que no está a favor su tamaño, un poco mayor que el jilguero. Ya tiene preparado su pico, inútil para seleccionar pequeñas semillas, pero ganchudo y dimensionado para usar como estilete. Las plumas que rodean sus ojos son negras, dibujan un antifaz que esconde la dirección de su mirada, como un pequeño ladrón del bosque. Ahora sólo mira, concentrado, a un jilguero confiado, cercano… delicioso.

Estamos viendo el precioso atardecer de la campiña, que sombrea el entorno y nos produce ese aroma de ausencia que emana el momento crepuscular. No muy lejos de nosotros, al final de un campo de cultivo ya segado, vemos aparecer como un regalo para la vista y el oído, una gran bandada de jilgueros, que echa a volar despavorida posándose en un gran roble cercano, bañado por la luz ardorosa del declive solar. Respiramos y seguimos nuestro camino. No podemos saberlo, pero uno de los jilgueros no ha levantado el vuelo. No ha podido… está luchando por su vida.

De nuevo en el majuelo, todavía la bandada sigue recolectando en el suelo. Habíamos dejado al alcaudón pendiente de un jilguero despistado y demasiado centrado en su alimento. Ya se ha decidido y comienza su ataque. Sin desplegar las alas se lanza aerodinámico hacia su presa. Sus pequeñas patitas no tienen las garras necesarias para apresar, así que las resguarda en la caída. Con rapidez, sin dar tiempo al jilguero para que salga volando ante la evidencia de peligro, cae sobre su costado y le asesta un primer golpe de pico en el ala. Crujir de huesecitos. Ahora sus patas sí han servido para amortiguar la caída, pero debe actuar con ímpetu, ha conseguido debilitar a su oponente para cortar la retirada, pero sigue vivo delante de él, y comienza a emitir chillidos estridentes y movimientos acelerados, con el pico abierto, también de considerable tamaño y afilada punta. Otro ataque ágil, picotazo y retirada, sin desplegar las valiosas alas, no sean dañadas. Justo en la cabeza. El jilguero comienza a sangrar, se aturde y ya no emite sonidos correosos, pero sigue moviéndose e intenta huir con dos saltitos, cojeando, que le alejan de su sorprendente adversario. El alcaudón deja hacer, se agacha y observa como su debilitada víctima se retira unos palmos. Vemos un pequeño destello en su mirada, como si riera. Se prepara para el golpe de gracia. Salta y ahora sí, abre las alas para alcanzar una pequeña altura y caer con aplomo sobre el jilguero para pinzar su cuello con el gancho del pico, y ya no soltar, sólo esperar, a que los débiles movimientos desaparezcan, a que ya no emita sonido. Sólo esperar, a que muera.

La captura ha terminado. Pero no empieza a devorar.

Cuando la víctima yace inerte ante el Alcaudón, no comienza a comerla. Observa y mira a su alrededor con calma. Echa un vistazo al majuelo, a sus ramas más próximas del suelo, seleccionando una, la más adecuada a sus fines. Vuelve a enganchar al jilguero, se lo coloca con firmeza en el pico, y con un par de fuertes batidas de sus alas, consigue llevarlo hasta la ramita elegida, una cercana, pero bien armada de púas… Y entonces, sí que vemos violencia, sí que podemos apreciar los múltiples recursos del pequeño cazador, sí que nos sorprende aún después de verle acechar, cazar y matar. Dirige con rápidos movimientos el cuerpecito del jilguero a la más afilada de las púas del majuelo, hasta que consigue, con esfuerzo pero eficacia, insertar la cabeza en la espina leñosa. Deja soltar el cadáver, descansa, se limpia el pico en la rama, mira alrededor, y vuelve su atención de nuevo a la presa. Dos picotazos fuertes, golpeando, y la púa atraviesa de lado a lado la cabeza del jilguero. Imagen sangrienta, cruel.

Ahora empieza a devorar, despacio.

La bandada decide, siempre simultánea y después de llenar el buche con nutritivas semillas, buscar la copa de algún árbol solemne que les permita pasar la noche seguros. Su siempre colorido conjunto pasa por encima del pastizal donde han podido abastecerse. Con la cabeza en alto, el Alcaudón les observa. Todavía tiene restos de carne y pequeñas plumas a los lados de su pico. Se frota con la ramita de su involuntario cómplice, el majuelo. Termina de acicalarse las alas y la cola, y sin mirar atrás, emprende el vuelo a su lugar de descanso, también elevado, en lo alto de un castaño longevo. Allí, resguardado del frío, lo dejamos.

Comienza la noche. Los animales nocturnos se desperezan. Depredadores y presas comienzan el juego de la vida y la muerte. Ulular de un búho, sigiloso caminar de un gato montés, olfateo constante del zorro, escurridiza carrera de un ratón de campo, pendiente paseo del lirón. Todos se preparan para comer, y para no ser devorados. Todos menos dos: un alcaudón duerme colmado; un jilguero con el pico abierto, y una espina atravesando su cabeza, descansa, inerte, sin cuerpo por debajo del cuello…

11 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Para cuándo el capítulo 3?

Alcaudón dijo...

Ya queda poco. Está en la fragua. Es que estos dos capítulos es una introducción, imagina lo que he tenido que reducir, por no aburrir. Ya queda poco.

Anónimo dijo...

Madre mía del amor hermoso si esto era sólo la introducción. Si alguna vez hacen película tendrá que ser al menos una trilogía.

Anónimo dijo...

es un poco cabrón el alcaudon ese, no?, pobres jilgeritos!!!

Alcaudón dijo...

Cabrón?? Es cuestión de adaptaciones. Qué dirías del ser humano entonces?? Además, si ves un documental, o lees algo sobre jilgueritos, pues seguro que te da pena (a mí también), pero si ves otro de un alcaudón, criando tus pequeñitos y luchando para sobrevivir, entonces quieres que triunfe en sus cacerías y que mate. De todas formas es bueno volverse sensible a las capturas de cualquier cazador, nos hace también sensibles a las nuestras (cazerías o mataderos de animales, que es nuestra "adaptación" ¡¡¡todos vegetarianos!!!! jajajaja) Ten paz.

Anónimo dijo...

Si, puede que tengas razón, tendemos a tomar simpatia de las cosas según se nos presentan.
De todos modos, lo que si es un hecho, es que alcaudon rima con cabrón, y jilgero no!

Alcaudón dijo...

Jajajajajajaja!!!!
Aceptamos calificativo entonces por rima acertada. Me ha molao. Aunque también rima con "adaptación" (sigo con mi criterio naturalista) bst

lobezno dijo...

Saca la continuación de la fragua. Venga, que estos momentos son buenos para escribir.

lobezno dijo...

Alcaudón dice:
quiero aprobar los exámenes
y luego la escribo
prometido

Anónimo dijo...

Hola pichón,

Soy una nena (y no veas qué nena). Estaba leyendo el Blog de Lobezno, que me excita mucho, y he descubierto el tuyo, y hummmmmmm, entonces me he sobreexcitado.

Viendo tus fotos me he imaginado jugando contigo, al lobo y la indefensa cervatilla, o al alcaudón y la jilguerita, hummmm, atada a la cama.

Vamos pichón, acaba la historia.

Alcaudón dijo...

jajajajajaj

todavía no son útiles los ardides sexuales, aunque te camufles mejor que esta vez.

a ver si te mola el capítulo tres, creo que la fábula que tengo en mente te gustará, aunque, uffff, se puede alargar.