miércoles, 19 de diciembre de 2007

Capítulo 1. Lobo.

Capítulo 1. La bruma espesa abraza la dehesa, humedecida por las gotas del rocío del bosque.

Pocos sonidos: un lejano cantar de herrerillo, preparado para calentar sus alitas y comenzar el día; un pequeño acuífero que apenas fluye, gotea; nada de viento.
Una mata de retama se dobla por el trepar de un pequeño roedor, buscador de alimento.
Desde la altitud del valle, tras la tupida chopera, la densidad brumosa es atravesada por un ruido que se aproxima. Son cascos de animal, veloces que se acercan y distinguen ya con claridad.
De un acelerado salto, un ciervo macho, de poderosa cornamenta y fibroso cuerpo, se hace visible apareciendo de la neblina, quebrándola con su fugaz paso y alejándose hacia oriente, hacia el inminente amanecer.
No está solo.
Le siguen otras respiraciones, un poco atrasadas e igual de intensas. Ya vienen. No se ven todavía pero se acercan rápidas.
De nuevo la bruma es perturbada y se deshace con el paso de uno, dos hasta siete relámpagos que como destellos rabiosos y controlada respiración persiguen al ciervo.
La cacería ha comenzado. Son lobos.
Salimos del terreno adehesado a campo abierto, medio iluminado por la tenue claridad del amanecer.


Una enorme pradera ascendente llega hasta un denso pinar. Nos permite comprobar la pequeña ventaja de la que disfruta el ciervo, que exhala vaho y toma aire con todo el ímpetu del perseguido, del que escapa, del huidizo.
Su salvación es esa: huir. Adentrarse en el pinar, llegar hasta él. Ya casi está, sólo unos metros.


Detrás, la manada hasta ahora silenciosa y compacta, se despliega a lo ancho de la pradera y comienza a acelerar el ritmo por los flancos. En el centro, continúan dos lobos que empiezan a gruñir, quieren que su rabia llegue hasta la percepción del ciervo, que la oiga y que acelere hasta límites extenuantes.
Pero parece que finalmente el ciervo llegará al pinar, protector y única esperanza. Un pequeño salto para salvar los helechos de la linde, y entrará en lugar seguro. Patas traseras tensas, clavadas en la hierba y preparadas para impulsar con fuerza...


- un último gruñido llega de ambos lados paralelos al gran macho: los lobos replegados a los lados han llegado a su altura, aunque a cierta distancia-


... patas delanteras en alto, ya calibrada la altura para sobrepasar los helechos… y justo antes de la explosión del movimiento, en el preciso momento antes de combinar sus esfuerzos para el salto, los ojos del ciervo se abren angustiados y deja escapar un bramido, desesperante, aterrador.


Delante de él, agazapado en los helechos, un lobo.


Toda la energía del ciervo se frena de golpe y se orienta, siguiendo el límite externo del pinar, hacia un lado. Imposible, ya se acerca uno de los lobos que acechaba. Un chasquido de mandíbulas, del lobo que esperaba entre los helechos, aviva el miedo en el ciervo como una llama en pasto seco. Un quiebro instantáneo hace voltear su cuerpo en otra dirección. Más lobos, ahora bien cerca y aproximándose con lentitud, con cautela, la cabeza baja, los dientes mostrados con un terrible gruñido, la mirada tornada y asesina.
La persecución ha terminado.


La estrategia de la manada funciona. Ha permitido cercar al ciervo macho por todas las direcciones y en campo abierto. Ocho lobos con el cuerpo tenso y agachado van reduciendo cada vez más el radio de acoso, van limitando la parcela de vida.
El ciervo sabe que ahora tiene sus posibilidades hiriendo al lobo que le cierra el paso al bosque de pinos. Dispone de armas, tiene capacidad para defenderse, sus recursos están bien a la vista: una cornamenta endurecida y unas pezuñas afiladas, fuerza e instinto de supervivencia. En contra, el mayor número de lobos, su ansia de comer y la inteligencia del grupo.


Comienza la batalla.

Ahí va, cabeza baja, también brama con rabia, por qué no. Los cuernos orientados hacia el cuerpo de su oponente, el lomo preparado para asestar el golpe. El lobo lo espera, ojos fijos, boca entreabierta. El arco que ha generado la cornada del ciervo no encuentra su objetivo por escasos centímetros, lo que aumenta su desesperación y hace que lo vuelva a intentar, pues el lobo sigue delante, un poco atrasado pero comprometiendo una nueva embestida con su presencia y cercanía. Otra cornada. Otro fallo. El lobo se asegura de esquivar el golpe en el preciso instante y continúa retando, sigue a golpe de cuerno.


Antes del tercer intento, las esperanzas del ciervo se merman con una dentellada dolorosa y de fuerte presión en sus cuartos traseros. Mientras intenta herir a un sólo lobo, uno de ellos aprovecha la coyuntura para acercarse con premura y morder al ciervo en su zona más débil y menos defendible.
Eso creía, al menos.


El daño provocado actúa sobre el ciervo como un estímulo de cólera. Suelta dos coces rabiosas que aciertan con precisión en el abdomen del lobo, que instintivamente suelta su presa y cae desequilibrado. Sin que pueda recuperar la compostura, el ciervo se revuelve decidido y cornea a su enemigo insertando las afiladas puntas de sus astas en el costado del lobo. Deja escapar un aullido de dolor.


Dos de los compañeros de caza del lobo afectado frenan sus actitudes y retroceden asustados. El resto duda unos instantes.


El ciervo disfruta de unos momentos libres de presión. Intenta comenzar de nuevo la huída por la pradera. Se le da mejor correr que pelear.


Pero está marcado. Lleva un mordisco sangrante en las patas traseras, y el olor que desprende es insoportable para el hambre de sus adversarios.


Antes incluso de salvar el cerco de muerte al que era sometido, el ciervo vuelve a sentir la punzada de los dientes clavados en su carne. El lobo que esperaba escondido, con mucha más frescura física que sus compinches, y mayor decisión, ha saltado al cuello de su oponente, agarrando con fuerza. El ciervo se sacude este nuevo peso, intentado desprenderse.
Es demasiado tarde, todos los componentes del grupo de caza se abalanzan a diferentes extremidades para doblegar el cuerpo del ciervo y hacerlo caer.


Todo ha terminado.
De nuevo en la dehesa, otra vez protegidos por la bruma y la calma, nos llega de la pradera un aullido, prolongado, tenebroso. Es un aullido de victoria.

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